29 de julio de 2011

El lobo disfrazado.

Se tumbó en la cama repasando cada una de las imágenes del día. Estaba cansada y agotada y el saber que era viernes la animaba mínimamente a sentirse mejor. El día en el trabajo había sido demoledor. La montaña de obligaciones ascendía a la velocidad del rayo. Sofía por aquí, Sofía por allá. ¡Hasta ella misma empezaba a maldecir su nombre! Y  para colmo tratar con aquella niñata, pusilánime, redicha y sabelotodo la traía de cabeza. Era una persona tóxica con capacidad de contaminar de radioactividad a un continente entero con un solo aleteo de pestañas.

Sofía tenía el don de leer a las personas. Tan solo una mirada y captaba el ADN gestual de los humanos. Y ella era retorcida y de mente pérfida. Lo sabía. Sin más. Su sola presencia la marchitaba y la negatividad que irradiaba conseguía ponerla de mal humor, creándole un gran problema de estabilidad emocional y personal en el trabajo.

Tenía que tratar con ella obligatoriamente, pues era una compañera más, y por imposición la veía en la cocina, se la cruzaba en los pasillos, y encima, para su desgracia tenía que hablar con ella a diario. Sabía que no podía perder las formas y si tensaba la cuerda más de lo necesario la única que se perjudicaría sería ella. Pero, sin dudas, ganas de mandarla al carajo no le faltaban.  

Lo que más le fastidiaba es que cara a la gente era inofensiva. Las injusticias y las manipulaciones de la gente le ponían el estómago en la garganta. 

Desde siempre había atraído a la gente rara. La sensación de ser una ONG de desamparados humanos la atormentaba. Y su nula capacidad para estar por encima de estas cosas la hacían retorcerse en su cruz de espinas desde donde ahora misma yacía. Definitivamente, no sabía pasar de este tipo de gente. De hecho, ella ponía y disponía de todos sus esfuerzos con tal  de demostrar que aquella infantiloide que sonreía con dientes perlados, eran un lobo con colmillos afilados y ansías de matar. Era una desequilibrada enfermiza, y varias habían sido las ocasiones donde había podido constatarlo personalmente.

Sintió una ligera acidez en el esófago. Prometió a si misma hacer un esfuerzo titánico y empezar a dominar la situación. Sabía que su mejor aliado era el tiempo. Él sería el encargado de ponerla en su sitio y de demostrar quién era realmente. Sólo era cuestión de esperar. Y aquella angustia alarmante no podía perdurar más en su cabeza.

Escuchó las llaves de la puerta. Daisy, atizó sus orejas puntiagudas y dejó de lamerse por unos instantes los pelos de su abombada cola. Emily, por fin, llegaba a casa. Hoy tocaba cenar en el Japonés donde ponían las goyzas más ricas de toda Barcelona, así que no había excusas para comenzar a ponerse el mundo por montera.

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